{Mario Vargas Llosa: "Extemporaneos: Semilla de los sueños" - Ensayo}
Extemporáneos: Semilla de los sueños
Por: Mario Vargas Llosa
La
casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis
primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por
lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz. Lo que es para
muchos un estereotipo -el paraíso de la infancia- fue para mí una
realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y
la nostalgia.
En
ese edén, el escenario principal es aquella casa de pesado portón que
se abría sobre un zaguán de techo cóncavo donde se repetían las voces.
Desembocaba en el primer patio, cuadrado, de altos árboles que permitían
reproducir las películas de Tarzán, en torno al cual se alineaban los
dormitorios. El último año que vivimos allí, uno de esos cuartos fue el
consulado del Perú, que, por razones de economía, mi abuelo trasladó de
un edificio de las cercanías de la Plaza de Armas a la casa familiar. Al
fondo de ese patio había una terraza con pilares, protegida por lonas
contra el sol, en la que el abuelo solía cabecear sentado en una
mecedora. Oírlo roncar, la boca abierta como invitando a las moscas, nos
mataba de risa a mis primas y a mí. Por allí se entraba al comedor,
alborotado siempre los domingos cuando la vasta tribu familiar
comparecía en pleno para dar cuenta de los picantes y de ese postre que
preparaban la abuela Carmen y la Mamaé, la felicidad de todo el mundo:
sopaipillas.
Venía
después un pequeño corredor, a la derecha del cual estaba el cuarto de
baño, que unía el primero con el segundo patio, éste de tierra, en el
que se hallaban la cocina, una despensa y los cuartos de la servidumbre.
Al fondo, una verja de madera con una puertecita chirriante dejaba
entrever el tercer patio, que antaño debió de haber sido una huerta con
hortalizas y frutales. Entonces era ya sólo un descampado; servía de
corral y, por temporadas, de zoológico, pues en una época habitó allí
una cabrita y en otra un mono, ejemplares ambos traídos por mi abuelo de
la hacienda de Saipina, en el rumbo de Santa Cruz, adonde vino de
Arequipa, enviado por la familia Said, a introducir el cultivo del
algodón. Y hubo también una lorita parlanchina que, imitándome, chillaba
"¡Abueelaaa!" todo el santo día. Allí estaban el lavadero y unos
cordeles en los que había siempre, flameando al viento, las sábanas, los
manteles y las ropas de la familia que la lavandera venía a lavar y
planchar cada semana. El jardinero, Saturnino, era un indio viejecito
que me cargaba en hombros; el día del retorno de la familia Llosa al
Perú fue a despedirnos a la estación del tren; lo recuerdo, abrazado a
la abuelita Carmen, sollozando.
Allí
vivía mucha gente. El abuelo Pedro y la abuela Carmen, la Mamaé, mi
mamá y yo, el tío Juan y la tía Laura y sus dos hijas, las primas Nancy y
Gladys, el tío Lucho y la tía Olga; y en esa casa nació la primera hija
de estos últimos, Wanda, en una tarde memorable en que, contagiado por
la agitación que caldeaba el ambiente, me trepé a uno de los árboles del
primer patio para espiar lo que ocurría. No debí de enterarme de gran
cosa pues sólo más tarde, en Piura y en 1946, supe cómo venían al mundo
los niños y cómo los fabricaban sus papás. El tío Jorge también vivió
allí hasta casarse con la tía Gaby, y el tío Pedro, cuando aparecía en
Cochabamba a pasar las vacaciones, pues estudiaba medicina en Chile. Los
empleados del segundo patio eran por lo menos tres, y había además dos
figuras intermedias, de incierto estatuto: Joaquín, un muchachito
huérfano que recogió el abuelito en Saipina, y Orlando, abandonado por
una cocinera de la casa que desapareció sin dejar rastro, y a los que la
abuelita Carmen terminó añadiendo a la familia.
La
prima Nancy tenía un año menos que yo y la prima Gladys dos. Eran unas
magníficas compañeras de juegos, cómplices de todas las aventuras que yo
tramaba, inspiradas de costumbre en las películas que veíamos en el
cine Roxy y en el Teatro Achá, en las matinées de los sábados o las
matinales del domingo. Las seriales eran formidables -tres capítulos por
función y duraban varias semanas-, pero la película que nos llegó al
alma y nos hizo llorar, reír y sobre todo soñar, y que repetimos varias
veces -a mí me convenció de que debía ser torero- fue Sangre y arena,
con Tyrone Power, Linda Darnell y Rita Hayworth.
Las
diversiones cochabambinas eran infinitas. Había los paseos a Cala-Cala y
a Tupuraya, donde la familia de la tía Gaby tenía una casita de campo, y
las retretas de los domingos al mediodía, luego de la misa de once, en
la Plaza, y las rojizas empanadas salteñas que ofrecía un restaurante de
los portales. Había los circos, que venían para la época de Fiestas
Patrias, y cuyos maromeros, equilibristas y domadores hacían latir muy
fuerte el corazón y los benditos payasos, que nos hacían reír a
carcajadas (mi primer amor platónico fue una trapecista de malla
rosada). Había los excitantes y empapados Carnavales -mis primas y yo
lanzábamos globos llenos de agua desde los techos a los transeúntes de
la calle Ladislao Cabrera-, en que, durante el día, veíamos a tíos y
tías y a sus amigos enfrascados en intensas batallas líquidas con
cascarones, globos, baldazos y manguerazos, y, en las noches, partir a
las fiestas disfrazados y con antifaces. Había la Semana Santa, con sus
misteriosas procesiones y el recorrido de iglesias para rezar las
estaciones de la Pasión. Y, por encima de todo, las Navidades, la venida
del Niño Jesús (Papá Noel aún no existía) con los regalos, la noche del
24 de diciembre. La preparación de esa fiesta de fin de año era larga y
puntillosa y sus rituales iban atizando la imaginación. La abuelita y
la Mamaé, estorbadas por nosotros, sembraban el trigo en las latitas que
irían a decorar el Nacimiento, cuyos pastores, reyes magos, soldados
romanos, apóstoles, ovejitas, burritos, la Virgen, San José y el Niño,
se guardaban en un baúl con incrustaciones metálicas que sólo se abría
de año en año: al levantarse la tapa, un fuerte olor a naftalina
penetraba en las narices. Lo importante, para mis primas y para mí, era
escribir la carta al Niño Dios, pidiéndole los regalos que depositaría
la Nochebuena al pie de nuestra cama. Antes de aprender a escribir, le
dictábamos la carta al abuelo Pedro y la firmábamos con un palote. La
discusión de lo que pediríamos nos desvelaba y ocupaba días. A medida
que se acercaba la fecha, el nerviosismo, la curiosidad y la expectativa
crecían hasta extremos indescriptibles. La noche del 24 ni los abuelos,
ni mi mamá ni los tíos Juan y Lala tenían que apurarnos para que,
acabando de comer, nos zambulléramos en la cama. ¿Vendría? ¿Habría
recibido las cartas? ¿Traería todos los pedidos?
Me
acuerdo haberle encargado unos anteojos de aviador como los que llevaba
Bill Barnes, unas botas idénticas a las del "jovencito" (el héroe) de
una serial de exploradores, palitroques, mecanos y cosas parecidas,
pero, desde que aprendí a leer, libros, siempre libros, largas listas de
libros, que iba primero a seleccionar a la salida del colegio a una
librería de la calle General Achá, donde se compraban cada semana las
revistas para toda la familia: Para ti y Leoplán para la abuelita, la
Mamaé, mi mamá y las tías, y para mí y mis primas El Peneca y Billiken
(la primera era chilena y la segunda argentina).
Aprendí
a leer cuando tenía cinco años -en 1941, pues-, en mi primer año de
primaria del Colegio de La Salle. Mis compañeros de clase tenían un año
más que yo, pero mi mamá se empeñó en matricularme porque mis travesuras
la volvían loca. Nuestro profesor era el Hermano Justiniano, delgadito,
angelical y con la cabeza blanca casi rapada. Nos hacía cantar las
letras, uno por uno, y luego, cogidos de las manos, en rondas,
deletrear, identificar las sílabas en cada palabra, reproducirlas y
memorizarlas. De los coloreados silabarios con animalitos pasamos al
librito de historia sagrada y por fin a las historietas, los poemas y
los cuentos. Estoy seguro de que en esas Navidades de 1941 el Niño Dios
depositó en mi cama una pila de libros de aventuras, de Pinocho a
Caperucita Roja, del Mago de Oz a la Cenicienta, de Blanca Nieves a
Mandrake el Mago.
Aunque
los primeros días de clase lloré -mi mamá tenía que acompañarme hasta
la puerta del aula de la mano-, pronto me acostumbré a La Salle, donde
me llené de amigos. La abuelita y la Mamaé me engreían tanto (yo era el
niño sin papá y eso hacía de mí el nieto y el sobrino más mimado de la
familia) que alguna vez llegué a invitar a los veinte condiscípulos de
mi clase -Cuéllar,Tejada, Román, Orozco, Ballivián, Gumucio, Zapata- a
tomar té en la casa, para poder repetir en esos tres patios alguna
película de masas. Y la abuela y la Mamaé preparaban café con leche y
tostadas con mantequilla para todos.
Había
diez cuadras exactas de la casa de Ladislao Cabrera hasta La Salle y
creo que a partir del segundo de primaria mi mamá ya me permitió ir solo
al colegio, aunque, por lo general, hacía el recorrido con algún
compañero de la vecindad. Pasábamos bajo los portales de la plaza, donde
estaba el estudio fotográfico del señor Zapata, padre de mi gran amigo
Mario Zapata, compañerito de carpeta, periodista a quien veinte o
treinta años después asesinarían en Cala-Cala. El recorrido de esas diez
cuadras, cuatro veces al día -los escolares en ese entonces
almorzábamos en casa-, era una expedición llena de hallazgos. Por
supuesto, detenerse a echar una ojeada a las vitrinas de las librerías y
a las carteleras de los cines del camino era obligatorio. Lo más
impresionante que nos podía ocurrir era encontrarnos en plena calle con
la imponente figura del obispo, quien, envuelto en sus hábitos morados,
su barba blanca y su gran anillo fosforescente, nos parecía olímpico,
semidivino. Con unción y una pizca de temor nos arrodillábamos a besarle
la mano y recibíamos las dos o tres palabras cariñosas que su fuerte
acento italiano derramaba sobre nosotros.
Ese
obispo nos dio la primera comunión a mí y buen número de compañeros de
clase cuando andábamos en el tercero o cuarto de primaria. Fue aquel un
día memorable, precedido por muchas semanas de preparación que nos
tuvieron todas las tardes en la capilla del Colegio, recibiendo clases
extras de religión de boca del director, el calvo Hermano Agustín de
cuadrada mandíbula. Eran unas clases espléndidas, con historias sacadas
de los Evangelios y de las vidas de los santos, milagrosas, heroicas,
exóticas y sorprendentes, donde la pureza y la fe vencían siempre las
más terribles pruebas, con finales felices, en los que los cielos se
abrían para recibir con un coro de ángeles a los cristianos mártires,
desmenuzados por las fieras en los coliseos paganos o guillotinados por
negarse a traicionar al Señor, y de arrepentidos tan desesperados por
sus infames pecados que, como el duque de Normandía, llamado también
Roberto el Diablo, no vacilaban en vivir a cuatro patas, imitando a los
perros, para redimirse ante la Virgen. El Hermano Agustín las refería
con elocuencia y pasión, ayudado de grandes ademanes, como un consumado
narrador, y ellas quedaban luego chisporroteando en la memoria igual que
un fuego de artificio. A medida que se acercaba el día señalado, hubo
varios rituales que cumplir: ir a probarse el terno, comprar los zapatos
blancos, fotografiarse en el estudio del señor Zapata bajo unos
reflectores cinematográficos. Comulgamos de mañana, en una capilla
adornada con flores frescas, rebosante de familiares de los comulgantes,
y hubo después desayuno multitudinario en el patio del Colegio, con
chocolate caliente y pastelitos. Y, luego, otra fiesta, ésta familiar,
en la casa de Ladislao Cabrera, con primas, tías y tíos y muchos regalos
para el héroe del día.
La
gran aventura de esa época fue el viaje a Arequipa con mi madre, la
abuelita y la Mamaé, en 1940, para asistir al Congreso Eucarístico, en
Arequipa, latierra solar, que se mantenía viva en las anécdotas
innumerables y la nostalgia de la familia. Estuvimos alojados en casa
del tío Eduardo, que era juez, solterón y bondadoso; su cocinera
Inocencia preparaba unos candentes chupes en los que sobresalían unos
monstruos crustáceos, de cáscara rojiza y pinzas articuladas que me
fascinaron. Recuerdo aquel viaje como una exaltante expedición: el tren
de Cochabamba a la Paz; las calles empinadas de la capital boliviana; el
vaporcito que cruzaba el Titicaca de noche, hasta la llegada a Puno, en
el amanecer. Y, luego, nuevamente, el tren hasta la Ciudad Blanca. Allí
estaban tantas cosas conocidas hasta entonces sólo de oídas: las casas
de sillar; el Misti y los volcanes; la casita donde nací, que me
mostraron, en el Boulevard Parra, el queso helado y las pastas de La
Ibérica. Los rezos y cantos multitudinarios del Congreso Eucarístico me
asustaban, y, todavía más, la voz del orador, un hombre importantísimo,
de corbata pajarita, que señalaban con el dedo: Víctor Andrés Belaunde.
Cuando regresamos a Cochabamba, yo me sentía ya grande.
Esos
mis primeros diez años fueron intensos, ocupados en múltiples
quehaceres excitantes, de amigos queridísimos y adultos bondadosos a los
que era fácil conquistar con gracias y zalamerías. Mi gran aspiración
era, por supuesto, que el mayor de los tíos, el preferido -el tío Lucho,
que parecía un actor de cine, por el que se morían todas las mujeres-
me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba -la de Berveley y
la de Urioste- en las que aprendí a nadar (casi al mismo tiempo que a
leer), el deporte que más me gustó de chico y en el que fui menos malo.
Ser tan buen nadador como Tarzán era una tentación que se disputaba a
veces en mi espíritu con la decisión de ser torero (aunque, con ciertas
aventuras de Bill Barnes, mudaba a aviador). La primera corrida que vi
en mi vida fue por esos años, en la placita de toros que estaba en la
parte alta de la ciudad, a la que acompañé al abuelo un domingo por la
tarde. También en Cochabamba vi mi primera obra de teatro; no me refiero
a las veladas y representaciones escolares, sino a un drama de gente
mayor, que mis abuelos y mi madre me llevaron a ver, desde un palco del
Teatro Achá, en función nocturna. Mi único recuerdo de la obra es que,
en un momento dado, ante la consternación de todo el mundo, un señor le
daba una sonora cachetada a una señora.
Sin
embargo, pese a haberlo pasado tan bien en el mundo real en esos años
bolivianos, aún lo pasé mejor en el otro, el inventado, el leído en las
historias de El Peneca y Billiken y las novelas de aventuras que
devoraba con glotonería. En esa época, los niños leíamos ficciones más
que las veíamos: los dibujitos de las tiras cómicas no habían derrotado
aún a las historias escritas. El Pato Donald, el Ratón Mickey y
congéneres no eran tan populares como lo serían después, o por lo menos
no lo eran para mí ni, creo, mis amigos cochabambinos. El Peneca y
Billiken traían historias que teníamos que co inventar nosotros mismos,
usando a raudales nuestra fantasía, a partir de la información que nos
alcanzaban las palabras. Esos cuentos y novelitas fueron haciendo de
nosotros lectores, en tanto que las historietas con dibujitos, de
escuetas palabras suspendidas en unas nubecillas blancas sobre las
cabezas de los personajes, como las de la flaca Oliva y el musculoso
Popeye, o el Gato con Botas, o la Hormiguita Viajera, en las que el
dibujante ya había realizado la operación de visualizar para nosotros la
ficción, nos exoneraban de buena parte de aquel esfuerzo mental y en
vez de lectores iban formando espectadores, es decir, consumidores más
pasivos de lo ilusorio. Probablemente la mía fue la última generación de
niños lectores, para los que la necesidad de una vida ficticia se
aplacaba sobre todo con la lectura; las que vinieron después saciarían
esta sed cada vez menos con palabras y cada vez más con imágenes,
primero las de las historietas, luego las del cine y por fin las de la
televisión. No lo deploro; me limito a constatarlo, y a consignar mi
alegría por haber nacido a tiempo para que las circunstancias hicieran
de mí un vicioso de la lectura, vicio no impune, como dijo Valéry,
porque él se paga carísimo, en verdad, en insatisfacción y recelo contra
la vida tal como es, que nunca puede elevarse hasta las cumbres y
descender a los abismos de la que inventamos espoleados por nuestros
deseos.
En
todo caso, las ficciones de mi niñez boliviana son para mí
reminiscencias todavía más cálidas que las de los seres de carne y hueso
de esos años. La prueba de la memoria es decisiva. Aunque los recuerdos
de mis amigos y mis travesuras de Cochabamba son muy vivos, lo son
todavía mucho más los de los países y personajes de la ilusión
literaria, que aún centellean en mi memoria. Los bosques de Genoveva de
Brabante y los de Ivanhoe, llenos de caballeros con lanzas y armaduras,
montados en airosos caballos blancos de crines encrespadas. Los bosques
africanos donde Tarzán encuentra a Jane (que le habla en todos los
idiomas, sin que él la entienda), le presenta a Chita y la columpia en
lianas, por la espesura, salvándola de cocodrilos y caníbales. Los
montes ardientes de la misión de San Juan de Capristano, donde resuena
el chasquido justiciero del látigo del Zorro. Los mares de Sandokán y de
Yañes, y de los terribles corsarios que se batían con cimitarras y
puñales de formas complicadas, como el retorcido kris, y en cuyas
profundidades se deslizaba, silencioso y fantástico, el Nautilius del
Capitán Nemo. Los aires por los que flota el globo de Phileas Fogg, que
da la vuelta al mundo en el tiempo justo para ganar la apuesta. Y las
heladas y violentas estepas donde cabalga, ya ciego, el valiente Matías
Sandorf, el Correo del Zar.
No
fue en Bolivia, sin embargo, sino más tarde, ya en Piura, donde viví mi
primera pasión literaria: Alejandro Dumas. Los inmarcesibles tres
mosqueteros, que eran cuatro -D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramís-, me
encandilaron de por vida. Mis últimos años de primaria y los primeros de
la secundaria transcurrieron a la sombra de Dumas, cuyas series
novelescas -El conde de Montecristo, El collar de la reina, Memorias de
un médico, la de los mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de
Bragelonne y tantas otras- llenaron esos años de gestos heroicos y
ternuras románticas, en un marco de colorido vistoso y espectacular.
Pero en Cochabamba tuve un anticipo de ello en los libros de Miguel de
Zevaco, Nostradamus y El hijo de Nostradamus, que conseguí que me
prestara una joven amiga de mi mamá llamada Julia Urquidi, con quien
-piruetas de la vida- terminaría casándome diez años después. Aunque, si
tuviera que seleccionar uno solo de esos héroes de ficción cuyos
semblantes y peripecias se anteponen a todo lo demás en mi recuerdo de
mis primeras lecturas, mencionaría a Guillermo, el personaje inventado
por Richard Crompton. Las aventuras de Guillermo eran unos tomitos de
carátula roja, cada uno dedicado a una aventura diferente de ese niño
que debía ser de mi edad y con quien compartía no sólo los años y unas
ansias inaplazables de aventuras; también, tener un abuelito que era a
la vez un cómplice y un amigo, pese a la diferencia generacional.
El
abuelo Pedro escribía versos festivos, que recitaba a veces en los
cónclaves familiares, y tenía un buen número de libros de poesía en una
antigua alacena con cristales. Estaba muy orgulloso de su padre, mi
bisabuelo, don Belisario Llosa Rivera, abogado, poeta y escritor, de
quien conservaba una novelita histórica (Sor María, premiada en un
concurso del Ateneo de Lima en 1886) que alguna vez tuve en las manos,
antes de que desapareciera en el vértigo de las mudanzas y los viajes en
que se vio envuelta mi familia materna (la única que en verdad
tuve)desde 1945, cuando, con motivo de la elección de José Luis
Bustamante y Rivero a la Presidencia del Perú, éste, pariente nuestro,
nombró al abuelo prefecto de Piura. A mi madre y a los abuelos les
encantaba que yo fuera tan aficionado a leer y me alentaban a aprender
versos de memoria y a recitarlos ante la familia. Mi abuelita y la Mamaé
leían poemas de José Santos Chocano y de Juan de Dios Peza y novelas de
Xavier de Montepin -El médico de las locas y París-Lyon-Mediterráneo-, y
una novelita de Vargas Vila ("la única presentable de él", decían),
Aura o las violetas, con muchos puntos suspensivos, que yo hojeaba a
trozos. Mi madre tenía en su velador una edición de tapas azules, con
estrellitas doradas, de los Veinte poemas de amor y una canción
desesperada, de Pablo Neruda, que me había prohibido leer. Fue el primer
libro maldito que leí en mi vida, a escondidas, con sobresalto, y esa
fruición especial que despiertan los peligros. Dos versos del primer
poema ("Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ Y hace saltar al hijo
del fondo de la tierra") me intrigaban sobremanera, pero la intuición me
advirtió que hubiera sido imprudente pedir a los mayores que me los
descifraran.
No
hay duda de que mi vocación de escritor se empezó a gestar allí, en esa
casa de Ladislao Cabrera, a la sombra de esas lecturas y como una
derivación natural de la hipnótica felicidad en que me sumían las
peripecias que los libros me permitían vivir, protagonizar, gracias a
esa exaltante taumaturgia: leer. Esa vida no era la misma vida de La
Salle, mis amigos, la familia y Cochabamba, pero, aunque fuese
impalpable, no era menos real, es decir, menos sentida, gozada o sufrida
que la otra. Y era, además, mucho más diversa o intensa que aquélla,
conformada por las rutinas de cada día. El poder trasladarme, mediante
la simple concentración en las letras de un libro, a los abismos
marinos, a la estratósfera, al África, Inglaterra, Bélgica o los mares
de Malasia, y del siglo xx retroceder en el tiempo a la Francia de
Richelieu y Mazarino, y, con cada personaje de la ficción, cambiar de
piel, de cara, de nombre, de oficio, de amores, de destino, encarnar de
este modo a tantas personas distintas sin dejar de ser yo mismo, fue un
milagro que revolucionó mi vida y la imantó desde entonces a los
maleficios de la ficción. Nunca me cansaría de repetir esa magia, con la
fascinación y el entusiasmo de mis primeros años, hasta convertirla en
el quehacer central de mi existencia.
Todo
escritor es, antes de serlo, un lector, y ser escritor es también una
manera distinta de seguir leyendo. Yo descubrí esa entrañable relación
entre lectura y escritura en esos mismos años, pues -también de eso
estoy seguro- las primeras cosas que escribí, o mejor dicho garabateé,
fueron enmiendas o prolongaciones a esas aventuras que leía y que me
apenaba que se terminaran o hubiese preferido que tuviesen desenlaces
distintos a los que decidieron sus autores. Esas correcciones, esos
añadidos fueron, hasta donde yo mismo puedo adivinarlo, precoces
manifestaciones de la vocación de las que resultarían, años más tarde,
todos los cuentos, novelas, ensayos y obras de teatro que he escrito. No
me incomoda nada, todo lo contrario, reconocer que en mi vocación y en
mis ficciones hay un flagrante parasitismo literario.
Todo
lo que he inventado, como escritor, tiene unas raíces en lo vivido;
fue, en sus orígenes, algo que hice, vi, oí, pero también leí, y que mi
memoria retuvo con una terquedad singular y misteriosa, algunas imágenes
que, más pronto o más tarde, y también por razones que son para mí muy
difíciles de desentrañar, se convirtieron en un desasosiego fantaseoso,
en el punto de partida de toda una construcción imaginaria. No hubiera
escrito La ciudad y los perros si no hubiera sido, por dos años, un
cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, donde ocurre la acción de la
novela, ni hubiera podido inventar las peripecias de Fushia y Aquilino,
Lalita y la Selvática, las misioneras de Santa María de Nieva y el
infeliz cacique aguaruna Jum, sin aquel viaje al Alto Marañón que
realicé en 1958, con el antropólogo mexicano Juan Comas, organizado por
la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano. Ese
viaje fue la materia prima de La casa verde, pero también lo fue aquel
prostíbulo solitario, en medio del arenal piurano, que desataba la
fantasía y la malicia de mis compañeros del colegio Salesiano, adonde me
matricularon en 1946, apenas llegamos de Cochabamba a ese confín
norteño del Perú.
También
en Piura viví o experimenté de algún modo los hechos que, convertidos
en recuerdos, fueron la materia prima de la mayor parte de los relatos
de mi primer libro, Los jefes: aquel intento de huelga escolar, las
disputas a puñetazos en el cauce seco del río, los abusos de los
hacendados en sus tierras, de las que eran entonces, todavía, señores de
horca y cuchilla. El mundo hecho de nostalgia y recuerdos de juventud
en que se refugiaron los abuelos y la Mamaé cuando sus largas vidas
raspaban ya el siglo me sugirió el tema y los personajes de La señorita
de Taona. La historia de Pichulita Cuéllar, en cambio, me la encontré en
un suelto de periódico, en Lima, viajando en un colectivo de Miraflores
al centro de la ciudad. El escribidor rentado, que infla y acaramela
los apuntes de viaje por "el amarillo Oriente y la negra África" de una
señora limeña de tardía vocación literaria, que inventé en Kathie y el
hipopótamo, fui primero yo mismo, trabajando a destajo para una dama
invencionera, de sintaxis deficiente, en una buhardilla de París.
Pero,
en verdad, tanto como lo vivido, lo leído, que es otra manera, y a
veces más noble y suntuosa, de vivir, ha tenido también una influencia
decisiva en la gestación de todas mis historias, aunque, en este caso,
titubeo a la hora de hacer afirmaciones y dar nombres y títulos. Seguro
que las ideas de Sartre sobre la literatura comprometida, en las que en
los años cincuenta y parte de los sesenta creí a ciegas, tienen mucho
que ver con lo que hay en mis primeras novelas de intencionalidad
crítica y preocupaciones éticas, y, también, que el estilo épico y la
mitología romántica de André Malraux, a quien leí con pasión en mis años
universitarios, dejaron, en mis primeros relatos, una huella tan
importante como la de mis ídolos de entonces, los novelistas
norteamericanos: Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, Scott
Fitzgerald y algunos más jóvenes como Truman Capote y Paul Bowles. Pero
la influencia mayor fue, tuvo que ser, la del maestro supremo de tantos
novelistas de mi generación (y también de las inmediatamente anterior y
posterior) en el mundo entero: William Faulkner. Sin el maravillamiento
que me produjo descubrir la riqueza de matices y alusiones,
perspectivas, sintonías, ambigüedades de su prosa y de su originalísimo
sistema de organización de las historias, jamás hubiera osado disociar
en las mías la cronología "real" de su exposición narrativa, ni
presentar un episodio desde puntos de vista y niveles de realidad
diferentes, como lo hice en La ciudad y los perros, Conversación en La
Catedral y el resto de mis novelas, ni hubiera escrito un libro como La
casa verde, en el que las palabras son una presencia tanto o más visible
que la de los personajes -un paisaje para la anécdota- y en la que la
construcción -las perspectivas, el curso del tiempo, el relevo de los
narradores- adopta una complejidad laberíntica. Porque fue gracias a la
saga de Yoknapatawpha que descubrí la importancia capital de la forma en
la ficción y las infinitas posibilidades que, a la hora de escribir una
historia, tenían en ella los puntos de vista y el diseño del orden
temporal.
"Influencia"
es una palabra peligrosa y, aplicada a menesteres literarios,
contradictoria. Hay influencias que ahogan la originalidad, y otras que
permiten a un escritor descubrir su propia voz. Apoderarse de los tics,
hábitos de estilo, de los temas del maestro puede ser castrador para el
discípulo cuya obra parecerá, entonces, un eco, cuando no una caricatura
de su modelo. Pero hay discípulos que, aprovechando con creces la
lección del maestro, se emancipan de éste, e incluso lo convierten en
mero antecedente. En todo caso, es probable que las influencias
literarias más fecundas sean las menos evidentes, aquellas de las que el
beneficiario es menos consciente porque pasaron por encima o por debajo
de su inteligencia y voluntad y se metabolizaron plenamente en él como
ingredientes esenciales de su personalidad literaria.
Por
eso, aunque sé qué autores me cautivaron, cuáles educaron mi
sensibilidad y me abrieron la puerta de los sueños, y los nombres de los
que me enseñaron el arte de la palabra y la arquitectura de la ficción,
no me atrevo a afirmar que sea a ellos -en la lista debería añadir, por
supuesto, a Flaubert y a Melville, a Dickens, Balzac y Tolstoi, al
Tirant lo Blanch de Martorell, a Thomas Mann y a muchos otros que, como
ellos, me revelaron la vocación deicida, de alcanzar la totalidad, que
anida en todo novelista- a quienes más debo como escritor, ni mucho
menos qué es lo que debo de específico y concreto a cada cual. Si eso se
puede establecer y medir corresponde a otros emprender esa tarea ardua
y, me temo, de dudosa utilidad.
De
lo único que estoy absolutamente cierto es de que en esos primeros años
de infancia, vividos en la gran casona de la calle Ladislao Cabrera, de
Cochabamba, a la sombra de esa familia frondosa, poco menos que
bíblica, que presidían los abuelos, las primeras historias fabuladas que
leí en libros y revistas infantiles, las que me traía en Navidades el
Niño Dios, o me regalaban en mi cumpleaños, o compraba con mis propinas
dominicales, despertaron en mí la vocación de escribidor de historias
que iría determinando mi manera de vivir y sometiéndome a su dichosa
servidumbre. De algún modo discreto y remoto ellas siguen atizando mis
sueños.
0 comentarios:
Publicar un comentario