Ciudad de Artificio. Capítulo I
I
AMO A La Maga, su
personalidad sobrenatural, sus despertares somnolientos, el peso de su cuerpo
sobre el mío, su sonrisa contagiosa cuando me escucha contarle historias de mi
infancia, cuando se aburre de mí y me hecha de su cuarto, cuando salimos y
hablamos de cualquier cosa y yo también me aburro de ella, pero se detiene a
tiempo y voltea su cuerpo y me toma el rostro y cierra los ojos y yo también y
nos besamos en un beso que termina cuando me muerde los labios y doy un pequeño
grito de dolor, y aunque no quiera apartar mis labios de los suyos termino
haciéndolo y ella sigue caminando como si nada, como si todo, como diciéndome,
sígueme tonto, que pronto entenderás las cosas que te pones a pensar cuando te pierdes
en tus mundos.
Amo a La Maga, porque me permite amarla de vez en cuando,
cuando puedo buscarla y pretendo decirle algo pero no se me escapan las
palabras, y se quedan aprisionadas chocando contra mis dientes y terminan
rindiéndose. Pero
igual parece que ella ya sabe y me toma de la mano y me arrastra hacia sus
penas y alegrías a la vez, y nos ahogamos en nuestros llantos, en nuestro sudor
enfermo de melancolías, sobre sábanas recién lavadas que huelen a lavanda, a
claveles recién nacidos, y nos envolvemos en un amor puro, milenario, un amor
que se transformó con el andar de nuestros años conociéndonos, deseando nuestras
pieles, admirando nuestros ojos, perdiéndonos en lugares que ya no recordamos,
pero que sí añoramos.
Amo a La Maga, cuando se leja de mí, y sé que no la volveré a ver en días,
meses, años quizás, como la última, como ahora, que yo también me levanto para
irme de su habitación y perderme de nuevo en la soledad de la ciudad, en sus
humos, en sus veredas destrozadas por la lluvia de su cielo, por la tristeza de
nuestros llantos cuando nos recostamos, cada quien, en su propia habitación y
recordamos cuanto, cuando nos amamos la ultima vez, y esperamos con ansias la
siguiente, para poder, ahora sí, decirnos las palabras que no decimos cuando
nos amamos en su habitación.
Amo a La Maga, porque sí. Porque prefiero amarla a la distancia y a veces
tenerla entre mis brazos. Amo a la Maga, porque es ella y nadie más quien me
hace sentir vivo y esa sensación perdura hasta la próxima vez que tome sus
manos y bese sus labios y me sienta de nuevo yo, vivo, muerto, es lo mismo.
*
-
Supongo que el amor se gasta, Maga, como se gastan ciertas cosas; como el aire
puro de un hospital, las nubes azul marino del cielo, el olor a manzanilla de
tu cuello, el fuego que consume mis huesos. Se consume. Poco a poco deja de
proliferar.
-
Si, pero eso no es lo que cuenta ahora. No tienes que pensar que por que el
amor se acaba no puede nacer otra vez. Sino míranos.
-Sí,
lo malo sería olvidar como volver a amar.
-
No, lo malo sería olvidar como se besan de nuevo las cosas que uno olvida, como
volver a abrazar las cosas que uno aprende a odiar. Lo malo, amor mío, sería
que olvides que yo siempre te amaré, aunque cada cierto tiempo corras a mis
brazos solo para contarme de otro desamor tuyo, de otro fracaso por olvidarme o
reemplazarme.
-No,
lo malo sería no recordar el camino para volver a tus brazos otra vez. Lo malo
sería no buscar besar tu alma cada vez que. Lo malo sería olvidar amarte.
Amo a La Maga, porque me llama en día de lluvia,
cuando en el fondo de mi alma siento que no escampará nunca. Esa lluvia que
inunda cada célula, cada tejido, cada entraña, que no se detiene sino solo para
tomarse un descanso de tanto llover, uno de milésimas, quizás menos, que ni
siquiera me permite sacudirme o respirar o por lo menos exhalar ese tufo a agua
estancada que sale desde mis pulmones, un tufo desesperación, de soledad incompleta.
Me dice: Lo sé todo. Y yo siempre
pregunto lo mismo, como un impulso nato: ¿Qué
es lo que sabes Maga? Y siempre escucho lo mismo: Vamos a verlo, a sentarnos a su lado un momento. Y terminamos en el
cementerio, contemplando su tumba, su rostro mal impreso en el mármol. Silenciosos.
Tanto que ni siquiera escuchamos nuestra propia respiración, o no respiramos.
Silenciosos. Tanto que parece como si nuestros cuerpos se hubieran desprendido
de nuestras almas, tanto que no sabemos en qué momento empezamos a besarnos y
en qué momento nos detuvimos y nos cogimos de las manos, y allí estamos,
rezando ambos las mismas oraciones inventadas por separado, en silencio.
Silenciosos. Tanto que ya no estamos allí sino detrás de ambos, acariciándonos,
buscando con nuestras manos los labios de cada quien, luchando por separarnos
sin obtener ningún resultado.
Amo a La Maga, la amo.
Y entonces la riego. ¿Qué pasó, por qué estamos
aquí, compartiendo la misma pena por el mismo hombre, amado de manera diferente
por ambos, pero con la misma intensidad? Esa respuesta no la puede dar nadie,
ni siquiera nuestra fusión espiritual. La Maga. ¿Lo amabas? Qué pregunta, claro
que sí. ¿Y tú? Ambos conocemos la respuesta entonces. No, esa es la que sabemos
por separado, pero no debe ser la misma que si la contestáramos los dos juntos,
al unísono. Sí. Eso debe de ser. Ah Maga, Maga, cuantas dudas, cuantas
preguntas sin resolver radican en nuestras almas, que aunque parezca que son
una a veces, siempre andan por senderos distintos, de pisos y cielos y nubes y
aves diferentes, de arboles y bosques y flores y animales diferentes. Dos
caminos que se cruzan cada cierta distancia, y es como ahora, sucede esto, nos
ponemos a buscar respuesta a esas dudas debajo de las piedras que viven y
crecen en esa perpendicular. Sucede que nos mezclamos un poco, que nuestras
palabras se convierten en nuevas aves y nuevos bosques, y nuevo todo, rehecho todo,
dejadas sin resolver las preguntas que cada uno carga en sus hombros, retomamos
nuestros caminos, esperando encontrar de nuevo otro cruce de silencios, de piedras
rojas como el atardecer que nos ahoga el sentimiento, ahora, en el cementerio.
Sí, Maga, es hora de retirarnos. Dejémosle unos cigarrillos, una foto nuestra,
de los tres, y por si acaso, solo por si acaso, nuestros corazones, cansados de
tanto llorar una presencia ausente que nos atrae y nos convierte en espectros.
Nuestros corazones apretados, que huelen a muerte, una muerte lenta que los va consumiendo,
que los envuelve y no los deja escapar. Vámonos Maga, amor mío, no puedo un
minuto más, esta tormenta me aqueja el alma, me la parte en mil.
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