Capitulo III
La
ciudad se apaga, se pierde en lontananza, en esa línea férrea que es el
horizonte. Llega la noche, la oscura presencia que atemoriza al hombre. Gerardo
abre los ojos, levanta la cabeza y mira alrededor. Su pequeña habitación lo
atrapa, es un sentimiento de claustrofobia que siempre sintió desde niño, el
miedo de ser tragado por esa boca gigante que parece crecer y acercarse a él y
buscar su cuerpo, engullirlo, desaparecerlo. Posters de rockeros desconocidos,
de mujeres francesas, jóvenes que alguna vez vendieron su cuerpo al arte de la
fotografía. Una pintura en el suelo, la de esa mujer. La ventana abierta
sugiere otra noche más de copas, de viento frágil que entra a su habitación,
recorre cada rincón y lo atraviesa a él, lo parte en mil. Mira el reloj, apenas
las nueve de la noche, apenas un pequeño dolor de cabeza, apenas otro mal
sueño, como siempre que se siente después de beber una botella de ron, solo,
escuchando música rock, fingiendo ser Lenny Kravitz, saltando sobre la cama,
sobre el sofá, sobre la ducha, mojándose ese cuerpo flácido, joven y apenas destruido
por la vida bohemia, por los pequeños excesos de fin de semana. Por cierto es
lunes, nueve de la noche, la ciudad es una de tantas, entre pocas elegidas por
Gerardo para vivir una vida tranquila, apacible, la misma que sus padres
eligieron para él, la que él mismo prefirió no dejar. En la que se levanta,
coge la copa de la mesa de trabajo, vacía un trago más de ron, el último, y se
lo bebe.
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