{Adiós a Paul Motian, el escultor del tiempo}
Hace sólo dos meses, Paul Motian estaba tocando en el mítico Village Vanguard, situado en pleno corazón del Greenwich Village neoyorquino, junto a Masabumi Kikuchi y Greg Osby. No parece éste un dato muy trascendente excepto si, por azar, fueran sus últimas actuaciones antes de morir, cosa que siempre despierta intereses necrófilos entre los mitómanos. Sin embargo, la imagen de un Motian presidiendo un escenario con dos instrumentistas avanzados, tocando música arriesgada y nueva, con 80 años de edad y a sólo dos meses de su fallecimiento, podría ser la más representativa del baterista.
Porque Motian nunca vivió de las rentas, ni se acomodó a base de amortizar los momentos álgidos de su carrera. Paul Motian
fue –es– de una estirpe diferente, miembro clave de una generación
–permítanme ser tajante, que la ocasión lo merece– no sólo histórica,
sino irrepetible. Ayer nos dejó en el mismo Nueva York que le vio nacer y
del que ya no se movía por nada. La pérdida que supone para el mundo
del jazz es tremendamente difícil de describir.
Hay muchos bateristas en la historia del siglo XX que,
independientemente de su técnica, resultan personales y reconocibles.
Desde Art Blakey, Max Roach y Elvin Jones a John Bonham, Mitch Mitchell e incluso un negado como Richard Starkey, todos son fáciles de identificar en unos pocos compases, lo que resulta una hazaña en un instrumento como ese. Paul Motian
no sólo era –es– reconocible sino que, como alguno de los mencionados,
se inventó una forma de tocar, un estilo completamente personal.
Su toque era –es– aéreo, delicado, minimalista y anárquico, rozando
en ocasiones lo aparentemente errático, pero sin perder una pizca de su
mágico swing, siempre esquivo y misterioso. En una ocasión
escuché que alguien lo llamaba “el arte de tocar a su puñetera bola”,
una definición tan poco ortodoxa como acertada.
La pócima de Motian consistía –consiste– en entrar y
salir del tiempo, deconstruir los golpes habituales del compás y
reordenarlos a placer sin perder el pulso (ni el norte). Escuchándole
uno se da cuenta de que el tempo está ahí, esté o no acentuado; de que los patrones de Motian
vuelan libres generando unas cualidades rítmicas que van de lo tenso a
lo sugerente sin más motivo, dirección o guía que la propia voluntad del
baterista.
Fue el tercer hombre del trío de Bill Evans, a quien conoció en 1955 en el seno de la banda de Jerry Wald (por mucho en que muchos se empeñen en fechar su mágico encuentro años después). Volvió a coincidir con Evans a las órdenes de otro visionario, el pianista, compositor y arreglista George Russell, antes de formar uno de los tríos de piano más famosos –y tal vez el más influyente– de la historia. En dicha formación, Evans y Scott LaFaro no fueron los únicos que reinventaron su respectivo instrumento. Pero Motian no se quedó allí, siguió adelante
tocando en casi cada corriente que ha dado el jazz, desde la tradición a
la improvisación libre más extrema, sin renunciar a seguir creando
música honesta y comprometida hasta este mismo año. Podemos encontrarle
en la Liberation Music Orchestra de Charlie Haden y Carla Bley, en los primeros y más importantes grupos de Keith Jarrett, en grabaciones imprescindibles de Joe Lovano, Geri Allen, Marilyn Crispell, Paul Bley o el propio Haden
y, muy especialmente, en varias decenas de sus grabaciones como líder,
entre las que se cuentan un buen puñado de obras maestras.
Así que, si él no se quedó en la superficie, hagamos lo mismo y vayamos más allá del famoso trío de Bill Evans.
Si ustedes tienen interés, y quieren descubrir más en profundidad la
obra de uno de los grandes bateristas del siglo XX, escuchen también
todo lo que encuentren del “cuarteto americano” de Keith Jarrett (Jarrett, Motian, Haden y Dewey Redman),
un grupo nunca suficientemente reivindicado como lo que es: una de las
formaciones más excitantes del jazz de los últimos 40 años.
Hecho esto, háganse cuanto antes con los discos que grabó Motian para el sello ECM durante los años 70 (“Conception Vessel”, “Tribute”, “Dance” y “Le Voyage”), todos ellos imprescindibles. Después, "Misterioso" (Soul Note, 1986), su dúo con Paul Bley ("Notes", Soul Note, 1988) y casi todo lo que grabó para JMT (convenientemente reeditado por Winter&Winter): sus homenajes a Thelonious Monk y Bill Evans, los tres volúmenes de su serie “On Broadway” o los primeros registros de su Electric Bebop Band, con unos jovencísimos Joshua Redman, Kurt Rosenwinkel, Brad Shepik, Chris Cheek o Chris Potter.
Descubran su trío junto a Bill Frisell y Joe Lovano en cualquiera de sus múltiples grabaciones, empezando por “In Tokio” (JMT, 1991) “Sound Of Love” (Winter&Winter, 1997) o “I Have The Room Above Her” (ECM, 2005), y después sumérjanse en su magnífica (y preciosamente editada) obra en Winter&Winter: “Monk & Powell”, “Flight Of The Blue Jay”, “Trio 2000+One”, dos volúmenes más de “On Broadway” y sus tres recientes entregas de “Live At The Village Vanguard”.
Aunque esto parece un listado exhaustivo, tengan en cuenta de que
hablamos de lo básico; porque hablamos, también, de un músico prolífico y
muy activo durante décadas, un auténtico ejemplo de inquietud y
creatividad.
En Motian, el instrumentista y el creador eran –son–
una misma faceta. A lo largo de toda su carrera nos enseñó que se podía
esculpir el tiempo, que se podían dibujar sonidos en el aire, que la
batería era más que ritmo, más que un instrumento de percusión. En sus
manos, las baquetas, los parches y los platos pudieron crear melodías,
pudieron dirigir a todo un grupo jugando caprichosamente entre
polirritmos y acentos inesperados. Con él aprendimos que el espacio y el
silencio pueden ser tan demoledores y apoteósicos como el más
estruendoso solo de batería.
Paul Motian siempre ha sido –es– y será uno de los grandes. Ahora,
dejemos que la historia le suba a los altares que le corresponden y
recordémosle como Monk manda: escuchando su música.
Leído en: ElPais
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