{J.L.Borges: Sobre los clasicos - Ensayo}
Sobre los Clásicos
Escasas
disciplinas habrá de mayor interés que la etimología: ello se debe a
las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las
palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones, que
pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para
la aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que
cálculo, en latín, quiere decir piedrecita y que los pitagóricos las
usaban antes de la invención de los números, no nos permite dominar los
arcanos del álgebra; saber que hipócrita es actor, y persona, máscara,
no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente,
para fijar lo que hoy entendemos por lo clásico, es inútil que este
adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido del orden. (Recordemos de paso la información análoga de ship-shape.)
¿Qué
es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance de la mano las
definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda razonables y
luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres autores,
pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años: a mi edad,
las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree
verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he
pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia de la literatura china (1901)
de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo leí que uno de los cinco
textos canónicos que Confucio editó es el Libro de los Cambios o I King,
hecho de 64 hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis
líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de
dos líneas enteras, de una partida y de tres enteras, verticalmente
dispuestas. Un emperador prehistórico los habría descubierto en la
caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en los
hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía
enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del
futuro, ya que las 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier
empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un
calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con
palillos y fósforos. Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre
el albur de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones
milenarias de hombres muy cultos lo han leído y referido con devoción y
seguirán leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino
le otorgara cien años más de vida, consagraría la mitad a su estudio y
al de los comentarios o alas.
Deliberadamente
he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de fe.
Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un
grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus
páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de
interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían.
Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial;
para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo
Paraíso de MIlton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la
Divina Comedia, Macbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte)
prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo
que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una
superstición.
No tengo vocación de
iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio
Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé
que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del
mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las
letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el
tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas todos
los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras
lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un
clásico en Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o
Stevenson. La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de
la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a
aprueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las
emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios
deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no
perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí
el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para
siempre.
Cada cual descree de su arte y
de sus artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la
indefinida perduración de Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde
uno de los últimos días de 1965) en la de Schopenhauer y en la de
Berkeley.
Clásico no es un libro (lo
repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que
las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con
previo fervor y con una misteriosa lealtad.
0 comentarios:
Publicar un comentario